Ricardo Porro en una foto sin fecha
Cortesía de ricardoporro.com

En el año 2000, Jorge Fernández—actualmente director del Centro Wifredo Lam y la próxima 12ma Bienal de La Habana—sostuvo un intercambio con Ricardo Porro, arquitecto líder del proyecto de las Escuelas Nacionales de Arte (ahora ISA). La charla duró dos días. En memoria de Porro, ofrecemos la primera de las dos partes de este diálogo, que fue publicado en Revolución y Cultura por el 80 cumpleaños de Ricardo.

¿Qué significó para usted el período de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta? Quisiera que recordara nombres como Frank Martínez y Nicolás Quintana y también que me hable de esas ansias de los estudiantes de renovar y cambiar el contexto cultural que los rodeaba.

La realidad es que Frank Martínez, Nicolás Quintana y yo éramos sumamente amigos y teníamos ganas de virar el mundo al revés… Y, claro, hicimos barbaridades: quemar las “Viñolas” en la biblioteca de la Escuela de Arquitectura, para mí un acto nazi, completamente horrible. Los jóvenes hacen barbaridades, eso es cierto, pero lo que queríamos era virar el mundo al revés. Había una relación muy estrecha entre nosotros y queríamos cambiar las cosas. Por eso hicimos una revuelta en la universidad, trajimos a Gropius, qué sé yo… Pretendíamos transformar la Escuela de Arquitectura, que no fuera más académica, una cosa lógica de jóvenes; el joven tiene que ser rebelde, y éramos muy rebeldes.

En aquel tiempo, en los años cincuenta, Hugo Consuegra, uno de los artistas emblemáticos de los Once, muy vinculado a su trabajo, definía a Porro como el gran polemista, el hombre que pensaba que la arquitectura cubana de los años cincuenta había caído en un vacío, en un letargo, y que este país necesitaba cambios, necesitaba modernizarse desde el punto de vista filosófico y artístico. ¿Qué me puede decir? ¿Hasta dónde los desgarramientos? ¿Qué valoración puede dar de esos acontecimientos vistos a través del tiempo?

Mira, yo creo que hay un problema esencial: la noción de cambiar el mundo. El joven que no tenga ganas de cambiar el mundo, no es joven. Por eso muchas veces nos poníamos al lado de tendencias que hoy en día encuentro horrorosas, de una arquitectura moderna, agresiva, que vista en el tiempo me parece muy mala. En los cuarenta y los cincuenta fuimos pocos los que nos planteamos una mirada cultural y renovadora de la arquitectura: Mario Romañach, Emilio del Junco, Eugenio Batista, Nicolás Quintana y Frank Martínez. La obra arquitectónica de los cincuenta fue muy mala. En esta década lo que se produjo fue la “cocalización” de Cuba y esto a mí me molesta muchísimo: todo lo que se hizo en La Rampa, el extremo de la calle Línea, era pura Coca Cola. Efectivamente, Hugo Consuegra habla de ese espíritu de revuelta que yo tenía, y es verdad.

¿Estaba más cerca de los escritores y de los artistas plásticos, en términos de vanguardia, que de los arquitectos de la época?

Claro que sí. Tuve influencias en mi vida superiores a las de Le Corbusier. Por ejemplo, Thomas Mann, que para mí representaba lo que era el gran humanismo del siglo XX. Innegablemente, la actitud humanista siempre me apasionó, la actitud tecnicista la sentí como algo repulsivo, no me gustó nunca. Yo quería una actitud que valorizara al hombre, y eso es lo que era el contacto con escritores, el contacto mismo con Lezama, a quien conocí muy bien, y lo valoré como hallazgo excepcional en mi vida. Lezama me dedicó su libro La expresión americana, y decía la dedicatoria: “A Ricardo Porro que une el claustro, al tinajón y la ojiva”. Esta frase así, muy lezamiana, encierra el mundo que me interesaba. Yo tuve también la oportunidad de conocer a Picasso, me recibió cuando era un joven estudiante en París, y aprendí más de Picasso que de muchos arquitectos. Realmente mi gran enseñanza eran mis conversaciones con uno de los artistas que logró renovar el arte del siglo XX.

¿Y usted cree entonces que el modernismo aportó más desde la plástica que en la arquitectura? Me interesa también que hable de su primer contacto con los grandes racionalistas de la época.

Yo quería trabajar con Le Corbusier, fui a verlo y me dijo: “Muy bien, trabaje conmigo”, luego me preguntó cuánto tiempo me quería quedar, le dije que un año, el me respondió que un año no, que cinco o nada, y le contesté que aceptaba los cinco años, pero después empecé a ver lo que eran los alumnos, y que más o menos lo que hacían era copiar al maestro y hablaban y elaboraban croquis… Y mi espíritu de revuelta, de ser yo mismo, mi individualismo, me sacó de allí y decidí no volver más a su oficina y formarme por mí mismo, y mi preparación fue La Sorbona, el estudio de la filosofía, el estudio de las humanidades en general, que me interesaba mucho más que trabajar en una oficina de arquitecto donde iba a aprender a la manera del maestro. Prefería lo otro. Y Europa me formó una mentalidad. Quizás mi contacto con el viejo continente hizo que cuando regresara a Cuba me sumergiera en lo que para mí era la esencia de Cuba, contrapuesta al mundo aristocrático, yo quería la esencia de lo negro, la influencia de lo negro en Cuba, ya yo tenía la experiencia por mi amistad con Lam, y eso, pues, inspiró la creación de mis escuelas de arte.

El racionalismo no tenía nada que ver conmigo. Aunque yo empecé siendo un racionalista… Me acuerdo que hice una casa, diseñé el proyecto siendo estudiante todavía, y después se construyó. Este trabajo conservaba de manera muy directa la influencia de los principales arquitectos modernistas de la época. Luego me fui a Europa a estudiar y me acuerdo que se la enseñé a mi profesor, Franco Albini, de Milán, y esperó a que hubiera mucha gente alrededor y entonces me hizo la crítica, “Too preety”, en inglés. A mí me fue chocante, pero me hizo un gran favor, me dijo: “Usted actúa como un viejo, no se equivoca, trata de no equivocarse, y llega a la exactitud, a la precisión. ¡Equivóquese!” Y entonces, esa cosa de decir “¡Equivóquese!”, esa especie de permiso que me estaba dando para hacer un poco de locura, me fue fundamental en mi vida. Más nunca hice lo que me censuró, y cambié, me decidí a hacer otro tipo de cosas, a enrolarme en obras mucho menos perfectas, pero más creativas. Ese fue mi comienzo, un comienzo que yo catalogo como sano, muy bueno. Y eso me hizo modificar mi admiración por Mies Van der Rohe, que era la moda de esa época, o Le Corbusier en su primera etapa. Todo eso de inmediato se cambió y yo empecé a tratar desesperadamente de ser yo mismo, que hasta ese entonces todavía no lo era.

Ricardo Porro en Caracas, Venezuela, 1958. Foto por Paolo Gasparini, incluido en el documental Espacios Inacabados, 2001
Cortesía de Alysa Nahmias y Benjamin Murray, Espacios Inacabados

¿Cuándo empezó a ser usted mismo?

Ocurrió algo que para mí fue fundamental. Me tuve que ir a Venezuela, en donde fui profesor y donde profundicé muchísimo enseñando, pero triunfa la Revolución y yo quise volver a Cuba. Y entonces fue el shock del momento romántico de este proceso, fue mi salto mortal, como hacen los artistas del circo, e hice dos escuelas, que fueron muy útiles para entender un poco cómo se significa en arquitectura: una que hablaba de problemas eternos del hombre, y la otra, que expresa un momento de la civilización. La que hablaba de problemas eternos del hombre es la Escuela de Artes Plásticas. ¿Qué cosa es la Escuela de Artes Plásticas? Yo traté de expresar lo que no era mi propio origen, es decir, revelarme contra mi origen.

La arquitectura que existía en Cuba y la que se trataba de hacer, era una continuidad de una arquitectura aristocrática, y yo me daba cuenta de que la Revolución implicaba un cambio radical, no era la aristocracia lo que había que expresar. ¿Cómo uno podía reflejar la cultura de una capa de la población que nunca tuvo un lenguaje propio en arquitectura porque no se lo permitieron? Me refiero, por supuesto, a la herencia negra de este país. Entonces empecé a pensar en lo que es una diosa de la fecundidad, una diosa del principio de la civilización; pensé en una Ochún, pensé en una Afrodita o pensé en una Gea.

Y mi escuela es algo de eso. Si se quiere es una escultura que a mí siempre me apasionó, que es la Artemisa de Éfeso, una diosa con un montón de senos superpuestos. Yo traté de hacer un edificio que fuera feminidad, pero también (porque yo venía influenciado de lo que era el urbanismo de Venecia), que fuera ciudad, pero una ciudad que se convirtiera en Eros, una ciudad que fuera amor. Entonces ¿cómo la interpreté? Pues haciendo que todas sus aulas de clases, todos los distintos talleres fueran como teatro arena y a su vez el teatro arena me daba como un huevo o me daba un seno, huevo que es origen del mundo, origen de la vida y seno que también tiene que ver con lo iniciático: amamanta al que nace. Yo me daba cuenta de que haciendo esto, concebía de una forma pura y simple el eterno problema del hombre: el Eros.

¿Cómo pudo conciliar esa relación entre utopía y vanguardia estética en los sesenta con el proyecto de las escuelas de arte?

Yo creo que una utopía deja de ser tal en el momento que se realiza. Utopía es cuando uno quiere hacer algo y no lo logra. E innegablemente a mí me dieron aquí la facilidad de crear lo que hubiera podido ser una utopía, me dieron una oportunidad tan maravillosa y pude realizarla. De modo que ya no es utopía, es una realidad, una realidad que se inserta, que se mete dentro del país: yo creo que esto está enraizado en la esencia de lo cubano.

Ricardo Porro en una foto sin fecha
Cortesía de ricardoporro.com