
Foto: Matthew Murphy
La música cubana cautivó al mundo en los años 1920 y 30, y encontró las puertas abiertas en París. El mes pasado el Festival de la Canción de Nueva York (NYFOS) ofreció un programa apasionante que llenó salas de conciertos, discotecas y teatros con música de José Blanco, Eliseo Grenet, Ernesto Lecuona, Luis Casas Romero, Alejandro García Caturla, Sindo Garay, y Miguel Matamoros. El evento también contó con canciones de Moisés Simons, incluyendo extractos de su rara opereta de 1934 Toi C’est Moi. Las canciones fueron maravillosamente interpretadas por la soprano Corinne Winters, el barítono Ricardo Herrera, y el tenor Jeffrey Picón, acompañados por los pianos gemelos del director del NYFOS Steven Blier, el director asociado Michael Barrett y la percusión rítmica de Leonardo Granados. Para escuchar canciones del concierto, haga click aquí.
Estas son las notas del programa de Steven Blier:

Foto: Matthew Murphy
Con su atractivo inmediato, es fácil pensar en la música cubana como algo que no se preocupa por el futuro. Estas características de las canciones de este programa a menudo enmascaran oscuras cuestiones sociales. Sus orígenes son sorprendentemente complejos, debido al contexto multirracial en el que surgieron. Se suele decir que la melodía y la armonía cubanas surgieron de raíces españolas, mientras que sus complejos ritmos provienen de África. Como todas las generalizaciones, ésta es una simplificación excesiva, que contiene una importante verdad. En un país permeado de cuestiones raciales y miedo, la música se convirtió en un escenario común para gentes de todas las razas. Artistas cubanos blancos, como Alejandro García Caturla y Alejo Carpentier, encabezaron el movimiento afrocubano, y trajeron el motor principal de la cultura negra a la música clásica, mientras que artistas cubanos de piel más oscura, como Sindo Garay y Miguel Matamoros, entraron al mundo de la música con dulces canciones cosmopolitas que suavizaron ligeramente el contenido africano para el público internacional.
La audiencia parisina fue una de las más glamorosas para la música cubana. A finales de 1920 y principios de 1930, muchos compositores e intérpretes cubanos acudieron a la Ciudad Luz, donde se les dio una cálida bienvenida. En las primeras décadas del siglo XX, La Habana era en muchos aspectos una ciudad próspera, llena de turistas estadounidenses en busca de buenos momentos, y de alcohol decente y legal durante la era de la prohibición. Pero a finales de 1920, la economía de Cuba entró en declive y muchos cubanos de clase media experimentaron rápidamente la pobreza. Los músicos fueron duramente golpeados por la recesión; después de un largo período de empleo estable, el trabajo se agotó. Cuando por fin conseguían empleo en un club, el pago era tan sólo dos pesos por noche. El país estaba bajo la dictadura de Machado, uno de los gobernantes más represivos y violentos de Cuba. Cada vez más músicos se unieron al movimiento clandestino tratando de derrocarlo, y los Machadistas tomaban represalias: los centros nocturnos eran a menudo escenarios de tiroteos, enfrentamientos armados entre los revolucionarios (muchos de ellos músicos de la orquesta de baile) y los paramilitares de Machado.

Cortesía de Wikipedia
El novelista cubano, crítico e historiador del jazz Alejo Carpentier fue uno de los primeros artistas importantes que salió de Cuba a finales de 1920. Por su abierta oposición a Machado fue a parar a la cárcel, y después de su liberación se las arregló para escapar a París con la ayuda del escritor francés Robert Desnos. Carpentier fue un imán para otros disidentes cubanos. Plenamente consciente de la audacia del público parisino, vio oportunidades para sus pintores y músicos compatriotas. El público cubano tendía a ser conservador y por tanto no se sentía cómodo con la nueva ola de afrocubanismo que Carpentier había estado promoviendo en casa. A los parisinos, en cambio, les encantaba eso. En 1928 Carpentier se apoyó en su viejo amigo del colegio de abogados Alejandro Caturla, y le fueron encargadas un par de canciones para un concierto con música de Caturla y textos del propio Carpentier. El compositor no perdió tiempo cuando llegó a Paris: solía intercambiar con Sergei Prokofiev, discutía sobre surrealismo con Louis Aragon, y estudiaba con el profesor de música líder de la época, Nadia Boulanger. Dotado por su formación francesa y listo para el reto, Caturla escribió las canciones en dos semanas. Se estrenó en la Salle Gaveau con la soprano Lydia Rivera y nada más y nada menos que Ernesto Lecuona al piano. Comentarios excepcionales sobre su desempeño afianzaron la carrera de Caturla. Su música es una confluencia única de la cultura cubana de la calle, el resonante ritual africano, y el elegante rigor de la canción artística.

Cortesía de Wikipedia
Pronto otros compositores viajaron a París. Eliseo Grenet, un firme opositor de Machado, fue perseguido por el dictador y fue en Francia donde llevó a cabo la premiere de su zarzuela La virgen morena. También se convirtió en copropietario de La Cueva, uno de los clubes nocturnos de mayor éxito en la calle Rue des cubains (Calle Cuba), donde él actuaba a menudo. Grenet regresó a Cuba cuando el ambiente estuvo despejado, y su trabajo como compositor, director de orquesta y productor enriqueció la vida musical de Cuba inconmensurablemente.
La gran cantidad y calidad de las canciones de Ernesto Lecuona, incluyendo «Malagueña», «María la O» y «Siboney», habrían sido suficientes para impulsarlo a la fama internacional. Había sido un niño prodigio – escribió su primera canción cuando tenía 11 años e hizo su debut en Nueva York a los 21 años. Pero además de sus dotes musicales, Lecuona también tenía una habilidad extraordinaria para los negocios, algo raro en un músico. Se daba cuenta de las oportunidades y las convertía en oro. Aprovechando inteligentemente sus dotes musicales en una brillante carrera que se extendió por Europa, Cuba y Estados Unidos, hizo de París uno de sus centros principales. Realizó allí una serie de recitales al piano, y también tocó en clubes nocturnos. [Trova Film, con sede en Tenerife, Islas Canarias , está produciendo un documental sobre Lecuona.]
Allí podría haberse topado con Miguel Matamoros, cuyo trío también impactó la Rue des Cubains. Fue la antítesis de Lecuona – un niño autodidacta del campo con un talento intuitivo para el ritmo. Creó un exuberante sonido de banda callejera con un tumbao distintivo, una especie de patrón polirítmico lleno de síncopas inusuales. El Trío Matamoros permaneció unido durante 35 años, desde 1925 hasta 1960 – un triunfo para cualquier grupo musical, y un logro impresionante para tres músicos sin formación. Sus canciones siguen siendo clásicos en el repertorio.

Cortesía Letralia.com
Para Moisés Simons, París se convirtió en una segunda casa en la década de 1930. A diferencia de la mayoría de sus colegas, él no era meramente una estrella de los clubes nocturnos, sino también un éxito en el teatro musical. En colaboración con el libretista Henri Duvernois, Simons escribió una opereta, Toi C’est Moi, que disfrutó de un éxito rotundo en la temporada 1934-35. Alejandro Carpentier elogió esta obra, la llamaba «el pico de la carrera creativa de Simons». Era un gran elogio para un compositor que había conquistado el mundo de la música popular a principios de su vida. Como Lecuona, Simons había sido un niño prodigio, y ganó mucho dinero con su hit de 1928 «El manisero», conocido en Estados Unidos como «The Peanut Vendor». Un compositor muy inteligente, Simons puede crear una sexy magia musical utilizando no más de cuatro o cinco acordes de una pieza entera. Al igual que Kurt Weill, Simons era un camaleón musical y adaptaba su estilo a su público. Toi C’est Moi tiene momentos de ritmos cubanos pero con tonos franceses muy suaves – francesa para la mayor parte de su duración. Así fueron sus próximas operetas, Le chant des Tropiques, y una canción pop provocativamente llamada «Le cul sur la commode» («El culo sobre la cajera») – muy popular en 1937.

Cortesía de The Cuban History.com
Ir a París debió haber sido un sueño hecho realidad para el indo-cubano Sindo Garay. Viajó allí en 1928 con la cantante Rita Montaner, y disfrutó de tres meses como el favorito del público francés. Garay había hecho fama con sus propios esfuerzos. Nacido en Santiago, era analfabeto hasta que aprendió a leer a los 16 años copiando carteles de las tiendas, en su ciudad natal. Fue músico autodidacta y nunca aprendió a leer música: sus canciones tenían que ser transcritas por otros. Pero la falta de formación de Garay no le impidió crear melodías hechizantes y ampliar los patrones armónicos simples endémicos a la mayoría de las canciones cubanas. Usando una sofisticada gama de acordes, hizo una preciosa contribución a la herencia musical cubana. Garay vivió una larga vida. «No todo el mundo puede decir que ha estrechado las manos de José Martí y de Fidel Castro!», solía decir. Y sus amigos bromeaban al decir que cada vez que Garay necesitaba dinero, celebraría su «centésimo cumpleaños» una vez más – una fiesta que se extendió desde el momento en que cumplió 99 hasta su muerte a los 101.
Simons, Lecuona, Grenet, Matamoros, Garay y Caturla fueron algunos de los numerosos músicos que escaparon de su patria tumultuosa y encontraron refugio en el exterior. En París, su música era vista como algo fresco y emocionante, su cubanía un motivo de celebración. Y, sin duda, muchos de ellos estuvieron dispuestos a alejarse del machismo y la homofobia extrema que reinaba en la sociedad cubana.

Cortesía de AfriClassical.com
Pero ellos no fueron los primeros compositores cubanos que emigraron a Francia. Esa distinción va a José White, nacido en 1836, de padre español y madre afro-cubana. White fue otro niño prodigio, siendo adolescente aprendió a tocar dieciséis instrumentos, y a la edad de 18 años dio un recital de violín acompañado por el virtuoso pianista estadounidense Louis Moreau Gottschalk en La Habana. Fue Gottschalk quien animó a White a estudiar en el extranjero y le ayudó a recaudar dinero para el viaje. White salió de La Habana cuando tenía 19 años, se matriculó en el Conservatorio de París, donde permaneció durante dieciséis años (1855-1871). Su música atrajo la admiración del compositor de ópera italiano Gioachino Rossini, para entonces un hombre anciano. La carrera de José White lo llevó de regreso a La Habana, donde fue acusado de aliarse con el movimiento independentista. Escapando del represivo gobierno colonial viajó a México, Venezuela y Brasil, antes de regresar a París en 1888. Allí continuó su carrera como compositor y maestro – una distinción poco común en aquella época para un mulato cubano. Entre sus estudiantes estuvo el compositor George Enescu y el renombrado violinista Jacques Thibaud. Escribió muy pocas canciones, que se centraban en su principal instrumento, el violín. Sin embargo, «La bella cubana» es un verdadero clásico, una especie de cubana sensual, todavía amada por los latinoamericanos en la actualidad.

Cortesía de Radio Cadena Havana
Todos estos compositores llegaron a París, con una excepción. Luis Casas Romero se quedó en su tierra natal durante toda su carrera, donde escribió canciones exitosas, dirigió orquestas, y sobre todo puso en marcha la primera estación de radio de Cuba. Se convirtió en un programador experto, llevando la canción afrocubana a los hogares de los oyentes blancos -y forjó un vínculo importante entre las culturas raciales cubanas. Muchas de sus canciones son clásicos -en especial «El Mambí » y «Si llego a besarte». Sin duda se cantaban en la Rue des Cubains en ausencia de Romero.
La mayoría de los estadounidenses asocian al instante la música cubana con el jazz, debido a sus muchos embajadores famosos – iconos como Chucho Valdés, Gonzalo Rubalcaba, y Machito. Pero el jazz es sólo una variedad de la tradición cubana, que comenzó a permear la cultura un poco más tarde en el siglo XX. Lo que une verdaderamente la música de Cuba no es el espíritu de improvisación del jazz, sino la omnipresencia de la danza. La cultura cubana es la cultura de la danza, y escuchamos los ritmos del tango, la rumba, la conga, y la habanera, en casi todas las piezas, cualquiera que sea su procedencia. No importa si los cubanos escriben para una sala de conciertos, el teatro, la banda de la calle, o el club – siempre terminan en una pista de baile. A principios del siglo XX, los músicos callejeros negros golpeaban cada instrumento de percusión, hecho de lo que tuvieran a la mano, mientras las orquestas de baile de los blancos no usaban tambores en absoluto. Aunque la música cubana ama los bongos, las claves y las congas, en realidad no necesitan a nadie: el ritmo está entretejido en la trama misma de la composición. Su ritmo seductor conquistó el mundo hace un siglo y seguirá siendo siempre una fuente vibrante de deleite musical. Es la música radiante de la supervivencia, la síntesis triunfante de muchas culturas, una embajadora que nadie puede resistir.
Recibí ayuda inestimable de Pablo Zinger y Mirta Gómez en la preparación de este programa. Mi querido hermano, Mal Blier, nos ayudó con las traducciones. Y estoy en deuda con Gus Chrysson que compartió el conocimiento, la historia, la cultura artística, su buen juicio y sentido común musical conmigo a cada paso del camino. Para los cuatro, muchas gracias y un fuerte abrazo. —Steven Blier
